Lola, Juana y Andrés acuerdan ir a pasar unos días a una casa en el bosque mítico al que iban de pequeños, entre los pinos, eucaliptos, humedad, lluvia y yodo de su infancia. Desde la muerte de sus padres, no han tenido unos días para estar juntos y el reencuentro puede ser reparador para los tres hermanos. O, al menos, esa es la idea inicial…

El tiempo ha pasado, ya no son niños y cada uno ha ido haciendo su vida: Andrés, abogado, es el pequeño, un hombre rebelde y voluble que siempre ha estado sobreprotegido y, ahora, pretende tomar las riendas de la familia, de lo que queda; Juana, la mediana, está casada y tiene una hija, es imperturbable y sobreprotectora como una madre que vela por que todo esté en su sitio y se consiga una armonía que, a veces, se hace verdaderamente imposible; y Lola, la hermana mayor y también la más frágil, ha conseguido rehacerse tras una delicada relación con la locura, pero no termina de superar sus temores.
Separada y con un hijo, Lola vive en España y es editora. Aunque la distancia le ha permitido mirar al pasado sin rencores, sus silencios son signo de una memoria familiar repleta de momentos grises…
En aquel entorno, al margen de correos, reuniones telemáticas y lectura de manuscritos, solo los encuentros amorosos que, en secreto, tiene con Ernesto, el joven y atractivo vecino, parecen sacarla de su ensimismamiento.
Los días empiezan a acumularse como las hojas secas. Andrés, alterado, además de estar enganchado al móvil esperando un mensaje de Silvia, la chica que le dejó, bebe continuamente, sale por la tarde y solo vuelve para cenar. Y Juana mira el televisor, limpia y ordena la casa, pregunta e intenta apaciguar las discusiones.
Hasta que un brutal incidente cambia el rumbo de los días, de las charlas y de los acontecimientos…
Básicamente, sobre este argumento se basa El final del bosque, novela de María Fasce que acaba de publicar Siruela y el año pasado resultó ganadora del Premio de Novela Café Gijón.

Dijo el jurado de la obra:
Reunido el jurado calificador del Premio de Novela Café Gijón, compuesto por Pilar Adón (a través de videoconferencia), Ricardo Menéndez Salmón, Gioconda Belli, Marcos Giralt Torrente y Mercedes Monmany, en calidad de presidenta, y actuando como secretario Ricardo Onís Romero, tras las oportunas deliberaciones y votaciones, acuerdan por mayoría conceder el Premio Café Gijón 2024 a la novela El final del bosque de la escritora María Fasce.
Obra de indudable solvencia formal y de innegable vuelo estilístico, El final del bosque es una novela que indaga en asuntos como el desarraigo, la frontera entre razón y locura o las servidumbres y miserias familiares al tiempo que perfila el marco de un dilema moral donde sus protagonistas, tres hermanos reunidos en un espacio, una casa en un bosque, que los devuelve al misterio y fascinación de la infancia, buscan el modo de reconciliar sus contradicciones sin destruir el acervo de una memoria sentimental compartida. Os enamoraréis de la voz de Lola”.
Capítulo I de El final del bosque
Era la hora en que enloquecían los pájaros. Un cartel de madera daba la bienvenida al «Bosque de Peralta Ramos, Reserva Forestal». A los lados del camino se alzaban los mismos pinos y eucaliptus de la infancia, pero nosotras no éramos las mismas; las casas, abandonadas y derruidas, tampoco. Habían clausurado la cabaña del té, unos tablones atravesaban las ventanas polvorientas. El olor mentolado me trajo la imagen de mamá desplegando el mantel en el pasto, caperucita roja, el lobo feroz, Andrés escondido.
—Queda en Los Patagones —dijo Juana.
Las calles tenían nombres de indios o de flores. Es domingo, recordé, porque esa mañana antes de venirnos Juana había ido a misa.
—Ahí está —señaló un chalet con techo de troncos y un enano en el césped. Se miró en el espejo del parasol y se arregló el pelo antes de bajar.
Andrés vino hasta nosotras agitando los brazos: «¡Hermanita!». La hizo dar vueltas en el aire. A mí solo me abrazó. Me dejé envolver por su olor a colonia y tabaco y la suavidad del lino de su camisa. Se alejó un paso para mostrármela.
—Es la que me trajiste la última vez.
La había estrenado el día del funeral de papá. Ahora colgaba de su cuello un rosario: un accesorio de moda, o quizá se había vuelto religioso como Juana. Sacó del baúl la enorme valija de mi hermana y la apoyó junto al auto.
—¿Para qué tanta ropa si apenas nos vamos a quedar unas semanitas?
—La de Lola pesa más, está llena de libros —dijo ella.
Una camioneta se acercó levantando una polvareda y se detuvo del otro lado del camino. Bajó una anciana que nos saludó con la mano. Parecía muy frágil hasta que cargó dos bolsas de la compra en cada brazo y abrió la puerta de su casa.
Humedad, yodo, encierro. No es un sabor sino un olor lo que más rápidamente nos lleva al pasado: una niña leyendo con la cara apoyada en las manos en la mesa del salón de otra casa de Mar del Plata. En este había una chimenea, un sofá y dos sillones tapizados de flores frente a una estantería con portarretratos y un televisor encendido. Una locutora daba el parte meteorológico señalando las distintas zonas del país: soleado y fresco en la costa; en el noreste, altas temperaturas y amenaza de sequía, las lluvias se concentraban en la Capital Federal, con el conurbano inundado. Oí las voces de mis hermanos en la planta superior y subí por la escalera jalonada de insípidos cuadros marinos iguales a los que colgaban de las paredes del salón. Quizá el dueño era como mamá, que destinaba a la casa de las vacaciones cuadros que la avergonzarían en la de la ciudad: una chica con una mandolina, un arlequín; acá, playas con veleros y nubes escolares.
—Te dejamos esta que tiene escritorio. —Juana pasó una mano por la madera para comprobar si había polvo.
La habitación era rosa, como si mamá la hubiera hecho pintar para mí.
—¿Cómo le va a Felipe en la universidad? —dijo Andrés sentado en la que iba a ser mi cama.
—Bien, ya está en segundo año…
—Desempacá rápido que tengo la cena lista —me interrumpió y cuando se levantó, Juana estiró la colcha—. Nosotros vamos poniendo la mesa.
Me asomé a la ventana que daba a la casa vecina. A la izquierda, un pino lejano y a la derecha, el porche contiguo y el camino. Inspeccioné los otros cuartos. Juana había dejado su camisón doblado sobre la almohada y la valija abierta, su ventana daba al otro lado y solo se veían árboles y algunas casas. El de Andrés era el único con cama doble, la que había ocupado con Silvia hacía dos veranos. Fue él el que tuvo la idea del bosque. Yo había viajado a Buenos Aires para reacondicionar mi departamento, así podría seguir alquilándolo mientras no me decidiera a venderlo ni a volverme a vivir a la Argentina. Pensaba teletrabajar una temporada, supervisando la refacción, pero a los pocos días los martillazos y la cumbia de los obreros me desalentaron. Delegué mi tarea en mi amiga Ana y empezaba a mirar vuelos de regreso a Madrid cuando llegó el mensaje de Andrés a nuestro chat familiar: «¿Y si alquilamos una cabaña en el bosque y nos vamos unos días?». Siempre había sido uno de ellos dos el que proponía un juego.
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EL FINAL DEL BOSQUE de María Fasce
Cortesía de Siruela
